Era un viernes por la tarde. Manuel jugaba en su casa, tranquilo, mientras su padre cuidaba de su hermanita, que era discapacitada y además padecía de diabetes.
Juan Pedro había tenido un puesto de ingeniero en telecomunicaciones en el Congreso Nacional, pero hacía once años que lo habían despedido y no lograba encontrar ningún empleo para mantener a sus hijos. Amalia, sobre todo, requería por su condición una mayor atención y acarreaba distintos gastos médicos.
Pese a todo esto, Manuel era muy feliz con su hermana y su padre. Hasta esa tarde en que, mientras jugaba con sus juguetes, sonó el timbre.
Juan Pedro fue a contestar.
-¿Quién es?- preguntó amablemente.
-Policía- respondió una voz desde afuera.
Como en una película, en el momento en que el hombre abrió la puerta, el cuarto se llenó de oficiales armados, apuntándole.
Empezaron a golpearlo salvajemente; Manuel corrió a esconderse en un ropero arriba de una cajonera. Antes de que lo vieran, pudo espiar por una rendija como esposaban a su padre y se llevaban a su hermana que, confundida, no entendía lo que estaba pasando. En el mismo cuarto donde a él le gustaba jugar, un policía golpeaba a su padre hasta hacerlo sangrar.
-¿Dónde está el otro pibe, dónde lo escondiste, pervertido?- gritaba uno.
Entonces, otro de los policías encontró a Manuel. Lo agarraron y lo sacaron de la casa tan rápido que ni siquiera pudo mirar a su padre. Al salir vio muchos patrulleros; lo metieron en uno de ellos junto a dos policías. El auto arrancó y el chico pegó su cara llorosa al vidrio como el día en que su madre había muerto.
Lo depositaron en un instituto para menores llamado “El Borches” y estuvo allí hasta que por una pelea recibió un corte en la cara. Después de ese episodio salió para vivir con sus tíos, que lo dejaron encerrado en un cuarto y lo maltrataron por tres años.
En esos tiempos, Manuel sólo podía recordar lo feliz que era con su padre, de quien nunca supo nada hasta el día en que los tíos, con sus caras de enojados, abrieron la puerta y le dieron la noticia de que había muerto. Estuvo siete días sin comer, deprimido y llorando por los rincones de esas cuatro paredes.
Un viernes, como el día en que toda esta tragedia comenzó, Manuel murió por mala alimentación. Fue enterrado en un cementerio distinto al de su padre.
Amalia pasó cincuenta años de su vida en un instituto para gente discapacitada como ella, donde siempre fue maltratada. La asesinaron brutalmente y la enterraron en un cementerio distinto al de su hermano y al de su padre.
Así, una familia que era tan feliz fue separada por las maldades de la vida. En la casa donde vivía aún están sus espíritus, pero éstos no pueden encontrarse. En el placard, arriba de la cajonera, donde el pequeño Manuel se escondió ese día, se ve todavía el resplandor de un niño llorando con la mirada triste y la puerta entreabierta.
Gonzalo Osvaldo Rodríguez, 17 años. Sede San Telmo
viernes, 22 de febrero de 2008
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